domingo, 14 de febrero de 2010

Letanía

Quise a Bob Dylan más de lo necesario porque nunca jamás pidió que lo hiciera, porque la primera vez que me miró supe que no íbamos a tenernos, sino a recordarnos. Con ese azul oblicuo, casi pidiendo perdón; vivíamos más en los silencios que en las palabras. Quiero decir que él prefería no hablar a menos que se le ocurriera pronunciar a la ligera una sentencia de genio poeta, y entonces yo me volvía tan pequeña que me callaba, por no llorar.
La chica del lazo rojo ha perdido el tren y las canciones pero sigue silbando, por si acaso. Por si vuelven. Sonriendo, vadeando, pintándose los labios. Como el mártir derrotado, el que espera en éxtasis el advenimiento: la esperanza o la muerte antes que desfallecer. Tenía la cruz clavada en el pecho, los ojos morados, la marca del fuego, y escupía desiertos de una sola voz, paloma en mano, garganta en bandeja. La pretendida voluntad de la agonía, la firmeza, la entereza; un único arrullo en el subsuelo: Sonríe hasta que duela, sonríe hasta sangrar.

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