En un supermercado cerca de Waterloo tuve lo más cercano a una revelación. De las de joder, this is the time, this is the moment. Así que me compré un pingüino con un gorro de Navidad, y a mi pingüino le llamé Libertad, o no. Ese mes escribí muy poco, pero me encontré como nunca en el lugar menos bucólico, entre latas y detergentes. Nos recuerdo en un autobús, repitiendo lo evidente con exaltación, porque entonces todo era fascinante, las luces de la plaza, incluso las bicis apoyadas en el arcén, los vestidos de novia a cuadros lilas y escoceses. Y tú diciendo que no entendías lo que escribía pero que quizá, te parecía, podía ser que fuera lo más bonito que habías leído nunca, el tipo de frases que todo el mundo dice por decir. Pero a tu inocencia le brillaban los ojos, y cómo no ibas creer que lo decías de verdad, así que hubo que asentir y agradecer, gracias, miles. Cada uno es como es, a ti nadie te explicó cómo tenías que sentirte, nunca te han contado que los labios te los pintas para acordarte de ella, y aun así respiras igual. Con la cabeza bien alta. Porque no debe de ser fácil criarse entre fantasmas, pero la gente que vale la pena es la que le da la vuelta a las cosas; la que roe los grilletes aunque le rechinen los dientes. Y tú, tú te pareces un poco a un vampiro de los de mi infancia (de los de verdad); lo digo yo que he pensado tanto en lamias y en serpientes. Yo que tiendo a ver el recuerdo como espiral luminosa; suele haber mucho magenta. Aunque no voy a mentir, ya no... En realidad el recuerdo es puro nácar: el magenta somos nosotros.